Ssimbwa Lawrence es presbítero misionero de la Consolata; actualmente trabaja en Colombia.  


sábado, 18 de junio de 2016

LA DEVOCIÓN DEL BEATO JOSÉ ALLAMANO A LA CONSOLATA


No hay lugar a dudas de que el beato José Allamano tenía gran devoción a la virgen Consolata. Solía decirles a los misioneros y misioneras de que, “la virgen, bajo todas sus advocaciones es una sola; pero ustedes séanle devotos, especialmente bajo el título de “Consolata”[1]. El fundador de misioneros y misioneras de la Consolata amaba a la virgen y se enorgullecía de ella. Momentos tras momentos no dejaba de hablar de la confianza que siempre depositaba en ella: “creo que faltaría a mi deber y a mi especial afecto a la santísima virgen, si no aprovechara de todas ocasiones propicias para hablar de ella”[2].  La Consolata se convirtió en inspiradora del ser y quehacer del beato José Allamano.       

El itinerario de la vida del beato José Allamano muestra que se empapó del amor de la Consolata. Se hizo instrumento de Dios tomando a la Consolata como modelo. Se consagró totalmente a Ella y la consideraba su propia madre. La Consolata no era madre sólo para él, sino también para los misioneros y misioneras de la Consolata. Reiteraba con frecuencia esta afirmación: “la santísima virgen bajo este título, no es acaso nuestra madre y no somos nosotros sus hijos e hijas? Decía eso porque lo tenía claro que él era hijo amado de María. La convicción del amor incondicional de la Consolata hizo que les dijera a los misioneros y las misioneras de que, Ella era una madre que nos amaba a todos “como la pupila de sus ojos, que pensó en nuestro instituto, lo sostuvo en todos estos años material y espiritualmente, y siempre está lista para responder a nuestras necesidades[3].  

Es evidente que el beato José Allamano se confió y apoyó en la Consolata. Sus proyectos de vida los depositaba en sus manos, inclusive el de la fundación del Instituto. Para ello, la consideró la verdadera fundadora del Instituto. Siendo ella la fundadora, le encomendó todo el porvenir del Instituto. A ella le encargó los desafíos que el instituto naciente podía encontrar en su progreso, a ella le recomendó lo económico del instituto. Atribuía el éxito y las gracias que el instituto había recibido a ella. En resumen, la Consolata se encargaba del todo del bienestar del Instituto misionero de la Consolata. En incontables ocasiones el fundador afirmaba: “No hay dudas de que todo lo que se hizo es obra de la santísima Consolata. Ella hizo por este instituto milagros cotidianos, hizo hablar a las piedras llover dinero. En los momentos dolorosos, la virgen intervino siempre de forma extraordinario…nunca he perdido ni el sueño ni el apetito por los gastos enormes del Instituto y de las misiones. Digo a la santísima Consolata: “¡Ocúpate tu![4]” Esa confianza en el amor materno y providencial de María no era por casualidad, sino que fruto de una experiencia personal que el beato José Allamano había tenido a lo largo de su vida, tanto en su experiencia de creyente como en su ministerio sacerdotal. Por eso, quiso que  los misioneros y misioneras de la Consolata tuvieran la misma experiencia a nivel personal, comunitario y congregacional.

El amor inquebrantable y la devoción extraordinaria que le tenía a la Consolata hicieron que el beato José Allamano encomendara a sus misioneros y misioneras a fiarse en ella por las siguientes razones:

María es Reina de misioneros y misioneras: Es importante notar que el reinado de María no se fundamenta en motivos de jactancia, sino que se basa teológicamente en su divina maternidad y en su función de ser corredentora del género humano. En la piedad popular, se repite con frecuencia el rezo de la Salve: Dios te salve Reina como el reconocimiento y la proclamación de su realeza. Vale tener en cuenta que etimológicamente la palabra reina o rey deriva del verbo latino regere, que significa ordenar las cosas a su propio fin. El rey o la reina tienen el oficio de gobernar a la sociedad para que ésta alcance su fin deseado. El significado de la palabra rey o reina tiene múltiples acepciones. Por ejemplo, se puede ser reina de tres formas: la que es reina en sí misma, la que es esposa del rey, y la que es madre del rey. La virgen María es reina por los dos últimos títulos: por su relación con Dios y con Cristo.

 La virgen María no es Reina en sí misma, sino por su divina maternidad y por ser Corredentora del género humano. Se entiende su divina maternidad desde la Sagrada Escritura donde se dice que Ella concebirá el Hijo que será llamado el del Altísimo y a Él le dará el Señor Dios el trono de David su padre y en la casa de Jacob reinará eternamente y su reinado no tendrá fin (Lc 1, 31-33). Y a María se le llama madre del Señor (Lc, 1, 43). Aquí se puede deducir que Ella es Reina, pues engendró a un hijo que era Rey y Señor de todas las cosas. Fuera de eso, la virgen María es Reina porque cooperó a la obra de nuestra salvación. Así como Cristo, nuevo Adán, es Rey no sólo por ser Hijo de Dios, sino también nuestro Redentor, con cierta analogía, se puede afirmar que María es Reina no sólo por ser madre de Dios, sino también nueva Eva. Su papel en la salvación no es secundario, sino íntimamente unido al de Cristo.

Así que, el beato José Allamano afirmaba que María era Reina de los misioneros y misioneras. Por Ella seguramente se llega a Jesús y así coopera para que la sangre de su Hijo no se derrame en vano[5]. Los misioneros y las misioneras colaboran en la salvación del mundo, pero tambien necesitan salvarse. Necesitan llenarse de Dios para poder mostrárselo a los demás. El camino seguro para llegar a Jesús es a través de María. Asimismo, para alcanzar la santificación se requiere pasar por Ella porque “quien quiera alcanzar la santidad sin la virgen, es como quien pretende volar sin alas”[6]. Por lo tanto, se acude a María para obtener la gracia santificadora que viene del único Salvador del mundo.

La Consolata es Nuestra: La devoción a la virgen Consolata les compete a los misioneros y misioneras de la Consolata, pues es nuestra Madre y Fundadora. Ella es invocada con muchas advocaciones, pero los misioneros y misioneras de la Consolata somos devotos especialmente a Ella con un titulo especial “la Consolata”. Ella es nuestra y “tenemos que ser felices de tenerla como protectora”[7]. Por ella somos lo que somos en la Iglesia, por el nombre Consolata nos conocen como evangelizadores entregados para la consolación de los pueblos periféricos, por el nombre Consolata, muchas iglesias locales nos consideran expertas en la misión evangelizadora de la iglesia universal. Este nombre que lleva el Instituto debe suscitar el orgullo de “pertenecer a la virgen bajo este título”.[8]

La celebración de la fiesta de la Consolata es una de las ocasiones a través de las cuales los misioneros y misioneras de la Consolata muestran su devoción y amor filial a Ella. Esta fiesta normalmente está precedida por la novena que se realiza para preparar bien la celebración de la fiesta de la fundadora. Pues, “si celebramos con intensidad de amor todas las fiestas de la virgen, con cuánta más razón ésta que es “nuestra” fiesta, es decir nos pertenece de modo particular”[9]. Eso implica prepararla bien tal como lo pide el beato José Allamano: “! Basta saber que nos acercamos a festejar a nuestra querida Madre para que esté todo dicho! Para nosotros, hijos e hijas predilectos de la Consolata, ¿es importante esta fiesta? ¡Es todo! No, no quiero decirles que deben prepararse; estoy seguro de que todos están bien dispuestos para hacer bien la novena y celebrar con entusiasmo la fiesta”[10].

Al celebrar la fiesta de la Consolata, pidamos al beato José Allamano, nuestro fundador quien puso toda confianza en la Consolata, que interceda por todos los misioneros y las misioneras para que puedan sentir el amor consolador de María para poder consolar a los demás que el Señor les ha confiado.



[1] Allamano, José, Así los quiero, Espiritualidad y pedagogía misionera, 222.
[2] Ibid., 219
[3] Ibid., 222.
[4] Ibid., 222-223.
[5] Cfr. Así los quiero, 219.
[6] Ibid., 220.
[7] Ibid., 223.
[8] Ibid., 223.
[9] Ibíd., 224.
[10] Ibid., 224.

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