Ante la realidad de terremotos, guerras, hambre,
terrorismo, desplazamientos, matanzas, venganza, violencia en el mundo, muchos
no dejan de dudar la presencia de Dios cuando acontece toda esa crueldad. Se
nota con constancia el aumento de las personas que perpetúan el mal, en algunos
casos, utilizando y sacando provecho del nombre de Dios. Se nota, casi en todos
los rincones del mundo, la indiferencia con los más vulnerables de la sociedad:
pobres, inmigrantes, habitantes de la calle, entre otros. Se percibe, a raíz de
eso, un sinnúmero de personas que han dejado de creer en que, realmente Dios
puede seguir siendo misericordioso con aquellos que protagonizan lo maléfico. En
situaciones de esa índole, lo más inmediato que se esperaría es llevar a cabo
la perspectiva legalista y vengativa sobre aquellas personas catalogadas de
“perniciosas”. Se piensa siempre en la aplicación de la justicia retributiva sobre
los considerados transgresores de lo acostumbrado. Rara vez, se piensa e
imagina en mirar al otro con ojos de misericordia. Esa realidad que caracteriza
la mayoría de las personas, muestra que el término “misericordia” casi está
ausente entre las palabras que utilizamos en el diario vivir de nuestra
existencia.
A pesar de las debilidades del ser humano, Dios nunca
ha cesado de ser misericordioso. A lo largo de la historia, Él ha mostrado su
misericordia sobre el hombre y la mujer de cada época. Desde Adán hasta el
recién nacido, Dios es el mismo misericordioso. Del norte al sur, del oeste al
este, su identidad nunca cambia. Su ser es misericordia y ésta es su atributo
divina. Él siempre es rico en misericordia (Sal, 136). Jesucristo, único Salvador
del mundo, es el rostro misericordioso de Dios (Efes 2, 4): “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Juan 14:9). Aquí
vemos que la misericordia siempre “expresa el comportamiento de Dios hacia el
pecador, ofreciéndole una ulterior posibilidad para examinarse, convertirse y
creer”[1].
Para ello, el 8 de diciembre de 2015, Solemnidad de la
Inmaculada Concepción de la Virgen María, el papa Francisco oficialmente
inauguró el Jubileo Extraordinario de la misericordia. Este año santo es un “tiempo
propicio por la iglesia, para que haga más fuerte y eficaz el testimonio de los
creyentes”[2]. La vivencia del Jubileo
de la misericordia es para recordar a los cristianos su participación en el ser
misericordioso de Dios. Así que, todo está dirigido para que los seguidores de
Cristo puedan experimentar este año santo “como un momento extraordinario de
gracia y de renovación espiritual”[3].
Este Jubileo de la misericordia nos ofrece un momento
dorado para hacer un giro gigantesco en nuestra forma de pensar, actuar y relacionarnos
con los demás. Pues, “¡este es el tiempo oportuno para cambiar de vida! Este es
el tiempo para dejarse tocar el corazón”[4]. El santo padre exhorta a todos a que, experimenten un cambio de mentalidad respecto
a la misericordia, pues “seguir como estáis es solo fuente de arrogancia, de ilusión
y de tristeza. La verdadera vida es algo bien distinto de lo que ahora pensáis”[5]. Es claro que este año santo de misericordia será de
gran importancia en la medida en que acontezca un cambio en todas las dimensiones
de nuestra vida.
Misericordia,
vocación de los consagrados y consagradas
La vida consagrada siempre se coloca al servicio del
Reino de Dios. La importancia de ella se radica en la “sobreabundancia de
gratuidad y de amor, tanto más en un mundo que corre el riesgo de verse
asfixiado en la confusión de lo efímero”[6]. La vida religiosa como
condición de vida, no es otra cosa que la re-presentación del modo de vivir de
Cristo. Es una re-presentación porque presenta de nuevo, perpetua, y prolonga a
Cristo virgen, pobre y obediente aquí en el mundo. Lo que Cristo vivió se
representa en el mundo a través de la vida consagrada. La consagración
religiosa hace que los consagrados y consagradas se vuelvan personas más
cercanas a Jesucristo. Con el testimonio de su vida resumido en la vivencia de
los consejos evangélicos, perpetúan y presentan de nuevo las virtudes, la
actuación y el pensamiento de Cristo ante los hombres y mujeres de cada época.
Cristo se perpetúa a través de ellos y éstos tienen el cometido de presentarlo
ante el mundo a través de su consagración.
La misión que Jesús recibió del Padre ha sido de
revelar el misterio del amor divino en plenitud. De hecho, “en Él todo habla de
misericordia”[7]. La
misericordia de Jesucristo es evidente desde la encarnación hasta su entrega salvífica en la cruz. De igual manera, la compasión del Salvador del mundo está muy
explícita en su ministerio público. Jesucristo muestra su misericordia a los
cansados y extenuados (Mt 9, 36), a los enfermos (Mt 14, 14), a los hambrientos
(Mt 15, 37). Nadie puede descartar el hecho de que, por la misericordia pasaba
a la otra orilla para anunciar a los de allá el Evangelio de salvación. En fin,
lo que movía a Jesús en todas las circunstancias no era otra cosa, sino la
misericordia, con la cual leía el corazón de los interlocutores y respondía a
sus necesidades más reales[8]. Así que, la
misericordia es la dimensión fundamental de la misión de Jesucristo.
La vida consagrada como estilo de vida que representa
el ministerio misericordioso de Jesús en el mundo, tiene un papel enorme para
jugar en este Jubileo de la misericordia. Los consagrados y consagradas estamos
llamados en este año santo, a vivir y mostrar la misericordia sobre los demás
“porque a nosotros en primer lugar se nos ha aplicado la misericordia”[9]. Así como Jesucristo, el
que nos eligió es misericordioso, “así estamos nosotros llamados a ser
misericordiosos los unos con los otros”[10].
La vocación a la vida consagrada es de pura misericordia.
Somos consagrados y consagradas, no porque lo merecemos, sino, porque Jesucristo
nos llamó y nos escogió por iniciativa suya y, por su mirada misericordiosa se
fijó en nosotros. El ejemplo patente de esta realidad es la vocación de Mateo. Jesús
cuando pasaba delante de la meza de los
impuestos, sus ojos se fijaron sobre Mateo (Mt 9, 9). No hay lugar a dudas que,
“era una mirada cargada de misericordia que perdonaba los pecados de aquel
hombre y, venciendo la resistencia de los otros discípulos, lo escoge a él, el
pecador y publicano para que sea uno de los doce”[11]. Por misericordia, Jesús
eligió a Mateo para que hiciera parte de su discipulado. Por su misericordia escogió a los consagrados para que fueran sus instrumentos de misericordia y
consolación ante muchos hombres y mujeres agobiados de varias circunstancias de
la vida. Los consagrados y consagradas, por su vocación, son misioneros de la
misericordia de Dios al mundo que parece que haya perdido la importancia y el
sentido de este aspecto. Es una vocación que se recibe gratuitamente, así que
gratis lo deben dar (Mt 10, 8) para que todo en Cristo tengan vida (Juan 3,
15).
En este año santo de la misericordia, los consagrados
y las consagradas están invitados a “alcanzar la mente y el corazón de toda
persona”[12]. Deberían
ser los primeros en tener la convicción de que la misericordia es “la viga
maestra que sostiene la vida de la iglesia”[13], y la de todos los
cristianos. Actualmente, el mundo está lleno de casos de inclemencia y para
ello, se anhela el testimonio de la misericordia de Dios. Son muchas las personas
que han perdido la esperanza por pensar que Dios ha sido cómplice en su
sufrimiento. Es la vocación de los consagrados y consagradas mostrar ese rostro
misericordioso de Dios que nunca deja de irradiarse sobre el ser humano,
incluso en momentos más dramáticos de su
existencia.
En la historia del cristianismo, ha habido un sinnúmero
de santos y beatos que Dios ha utilizado
como instrumentos para mostrar su misericordia infinita al mundo. El listado de
ellos es infinito, pero no se puede dejar de destacar el ejemplo de la beata
madre Teresa de Calcuta, santa Faustina Kowalska, san Pedro Claver, el beato
José Allamano, entre otros. Se trata de hombres y mujeres de la época moderna,
que han dado el testimonio de la misericordia de Dios a sus semejantes. Los santos
y beatos entendieron que no se podía separar la consagración de la
misericordia. La consagración religiosa hace que los religiosos y religiosas sean instrumentos de la
misericordia de Dios ante muchas personas que se encuentran en desilusión. Dios
utiliza a ellos como su lápiz para sellar la misericordia y compasión en el
corazón de muchos hombres y mujeres.
Como misioneros de la misericordia de Dios, es
cometido de los consagrados concientizar a otros a descubrir la verdad de
misericordia inscrita en sus corazones, para que “la iglesia de nuestro tiempo adquiera
conciencia más honda y concreta de la necesidad de dar testimonio de la
misericordia de Dios en toda su misión”[14]. Es tarea de los consagrados y consagradas hacer que el mundo vuelva a creer en la misericordia de Dios. Nuestra
consagración nos hace “dar testimonio de la misericordia de Dios revelada en
Cristo, en toda su misión de Mesías profesándola principalmente como verdad
salvífica de fe necesaria para una vida coherente con la misma fe, tratando
después de introducirla y encarnarla en la vida bien sea de sus fieles, bien
sea-en cuanto posible-en la de todos los hombres de buena voluntad”[15].
[1] Francisco, Misericordiae Vultus, Bula de Convocación del Jubileo
Extraordinario de la Misericordia, 21.
[2]
Ibid., 3.
[3]
Ibid., 3.
[4]
Ibid., 19.
[5]
Ibid., 19
[6] Juan Pablo II, La Vida Consagrada,
105.
[7]
Francisco, Misericordiae Vultus, 8.
[8] Cfr.
Ibid., 8.
[9]
Ibid., 9.
[10]
Ibid., 9.
[11]
Ibid., 8.
[12]
Ibid., 12.
[13]
Ibid., 10.
[14] Juan Pablo II, Carta Encíclica, Dives in Misericordia, 12.
[15]
Ibid., 12.
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