El nacimiento de la Iglesia es como una «nueva
creación» (Ef 2, 15). Se puede establecer una analogía con la primera creación,
cuando “Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices
aliento de vida” (Gen 2, 7). A este aliento creativo hay que referirse cuando
se lee que Cristo resucitado, apareciéndose a los Apóstoles reunidos en el
Cenáculo sopló sobre ellos y les dijo: “reciban el Espíritu Santo. A quienes
perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les
quedan retenidos” (Jn 20, 22-23). Este acontecimiento, que tuvo lugar la tarde
misma de Pascua, puede considerarse un Pentecostés anticipado, aún no hecho
público. Siguió luego el día de Pentecostés, cuando Jesucristo, “exaltado por
la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha
derramado lo que vosotros veis y oís” (Hech 2, 33). Entonces por obra del
Espíritu Santo se realizó la nueva creación.
El día de Pentecostés en Jerusalén los Apóstoles, y
con ellos la primera comunidad de los discípulos de Cristo, reunidos en el
Cenáculo en compañía de María, Madre del Señor, reciben el Espíritu Santo. Se
cumple así por ellos la promesa que Cristo les confió al partir de este mundo
para volver al Padre. Ese día se revela al mundo la Iglesia, que había brotado
de la muerte del Redentor. La venida del Espíritu Santo, como realización de la
Nueva Alianza en la sangre de Cristo, da inicio al nuevo Pueblo de Dios. Este
Pueblo es la comunidad de aquellos que han sido “santificados en Cristo Jesús”
(1 Cor 1, 2).
El día de
Pentecostés, la Iglesia, surgida de la muerte redentora de Cristo, se
manifiesta al mundo, por obra del Espíritu Santo. En la Encíclica Dominum et Vivificantem se afirma que la
era de la Iglesia empezó con la venida es decir, con la bajada del Espíritu
Santo sobre los Apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén junto con María,
la Madre del Señor. La mencionada era empezó en el momento en que las promesas
y las profecías, que explícitamente se referían al Paráclito, el Espíritu de la
verdad, comenzaron a verificarse con toda su fuerza y evidencia sobre los
Apóstoles, determinando así el nacimiento de la Iglesia. El Espíritu Santo
asumió la guía invisible de quienes, después de la partida del Señor Jesús,
sentían profundamente que habían quedado huérfanos. Estos, con la venida del
Espíritu Santo, se sintieron idóneos para realizar la misión que se les había
confiado. Se sintieron llenos de fortaleza. Precisamente esto obró en ellos el
Espíritu Santo, y lo que obrando continuamente en la Iglesia, mediante sus
sucesores (n. 25).
Para ello, el
inicio de la misión de la Iglesia está ligado al Espíritu Santo. En el Decreto
conciliar Ad gentes sobre la actividad misionera de la Iglesia, encontramos
ligados el acontecimiento de Pentecostés y la puesta en marcha de la Iglesia en
la historia: “El día de Pentecostés, el Espíritu Santo descendió sobre los
discípulos. Fue en Pentecostés cuando empezaron los hechos de los Apóstoles”
(Ad gentes, 4). Por tanto, si desde el momento de su nacimiento, saliendo al
mundo el día de Pentecostés, la Iglesia se manifestó como misionera, esto
sucedió por obra del Espíritu Santo. Y podemos enseguida añadir que la Iglesia
permanece siempre así: permanece «en estado de misión. El carácter misionero de
la Iglesia pertenece a su misma esencia, es una propiedad constitutiva de la
Iglesia de Cristo, porque el Espíritu Santo la hizo «misionera» desde el
momento de su nacimiento.
El análisis
del texto de los Hechos de los Apóstoles que es narra el acontecimiento de
Pentecostés (Hech 2, 1)13) nos permite captar la verdad de esta afirmación
conciliar, que pertenece al patrimonio común de la Iglesia. Sabemos que los
apóstoles y los demás discípulos reunidos con María en el Cenáculo, tras haber
escuchado un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, vieron bajar
sobre sí unas lenguas como de fuego (Cfr. Hech 2, 2-3). En la tradición judía
el fuego era signo de una especial manifestación de Dios que hablaba para instruir,
guiar y salvar a su pueblo.
Así que, el
pentecostés hace que la Iglesia renueve constantemente su vocación misionera, y
sea abierta a los diferentes ministerios que surjan dentro del pueblo de Dios para
así seguir dando el testimonio eficaz de la presencia de Reino de Dios en medio
del mundo.
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