Ssimbwa Lawrence es presbítero misionero de la Consolata; actualmente trabaja en Colombia.  


domingo, 24 de mayo de 2015

PENTECOSTES Y NACIMIENTO DE LA IGLESIA




 El nacimiento de la Iglesia es como una «nueva creación» (Ef 2, 15). Se puede establecer una analogía con la primera creación, cuando “Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida” (Gen 2, 7). A este aliento creativo hay que referirse cuando se lee que Cristo resucitado, apareciéndose a los Apóstoles reunidos en el Cenáculo sopló sobre ellos y les dijo: “reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les quedan retenidos” (Jn 20, 22-23). Este acontecimiento, que tuvo lugar la tarde misma de Pascua, puede considerarse un Pentecostés anticipado, aún no hecho público. Siguió luego el día de Pentecostés, cuando Jesucristo, “exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo prometido y ha derramado lo que vosotros veis y oís” (Hech 2, 33). Entonces por obra del Espíritu Santo se realizó la nueva creación. 

El día de Pentecostés en Jerusalén los Apóstoles, y con ellos la primera comunidad de los discípulos de Cristo, reunidos en el Cenáculo en compañía de María, Madre del Señor, reciben el Espíritu Santo. Se cumple así por ellos la promesa que Cristo les confió al partir de este mundo para volver al Padre. Ese día se revela al mundo la Iglesia, que había brotado de la muerte del Redentor. La venida del Espíritu Santo, como realización de la Nueva Alianza en la sangre de Cristo, da inicio al nuevo Pueblo de Dios. Este Pueblo es la comunidad de aquellos que han sido “santificados en Cristo Jesús” (1 Cor 1, 2).
El día de Pentecostés, la Iglesia, surgida de la muerte redentora de Cristo, se manifiesta al mundo, por obra del Espíritu Santo. En la Encíclica Dominum et Vivificantem se afirma que la era de la Iglesia empezó con la venida es decir, con la bajada del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos en el Cenáculo de Jerusalén junto con María, la Madre del Señor. La mencionada era empezó en el momento en que las promesas y las profecías, que explícitamente se referían al Paráclito, el Espíritu de la verdad, comenzaron a verificarse con toda su fuerza y evidencia sobre los Apóstoles, determinando así el nacimiento de la Iglesia. El Espíritu Santo asumió la guía invisible de quienes, después de la partida del Señor Jesús, sentían profundamente que habían quedado huérfanos. Estos, con la venida del Espíritu Santo, se sintieron idóneos para realizar la misión que se les había confiado. Se sintieron llenos de fortaleza. Precisamente esto obró en ellos el Espíritu Santo, y lo que obrando continuamente en la Iglesia, mediante sus sucesores (n. 25).

Para ello, el inicio de la misión de la Iglesia está ligado al Espíritu Santo. En el Decreto conciliar Ad gentes sobre la actividad misionera de la Iglesia, encontramos ligados el acontecimiento de Pentecostés y la puesta en marcha de la Iglesia en la historia: “El día de Pentecostés, el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos. Fue en Pentecostés cuando empezaron los hechos de los Apóstoles” (Ad gentes, 4). Por tanto, si desde el momento de su nacimiento, saliendo al mundo el día de Pentecostés, la Iglesia se manifestó como misionera, esto sucedió por obra del Espíritu Santo. Y podemos enseguida añadir que la Iglesia permanece siempre así: permanece «en estado de misión. El carácter misionero de la Iglesia pertenece a su misma esencia, es una propiedad constitutiva de la Iglesia de Cristo, porque el Espíritu Santo la hizo «misionera» desde el momento de su nacimiento.  

El análisis del texto de los Hechos de los Apóstoles que es narra el acontecimiento de Pentecostés (Hech 2, 1)13) nos permite captar la verdad de esta afirmación conciliar, que pertenece al patrimonio común de la Iglesia. Sabemos que los apóstoles y los demás discípulos reunidos con María en el Cenáculo, tras haber escuchado un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso, vieron bajar sobre sí unas lenguas como de fuego (Cfr. Hech 2, 2-3). En la tradición judía el fuego era signo de una especial manifestación de Dios que hablaba para instruir, guiar y salvar a su pueblo.

Así que, el pentecostés hace que la Iglesia renueve constantemente su vocación misionera, y sea abierta a los diferentes ministerios que surjan dentro del pueblo de Dios para así seguir dando el testimonio eficaz de la presencia de Reino de Dios en medio del mundo.

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